Por Daniel Díaz Romero*

“Y tres amigos de Job, Elifaz temanita, Bildad suhita, y Zofar naamatita, luego que oyeron todo este mal que le había sobrevenido, vinieron cada uno de su lugar; porque habían convenido en venir juntos para condolerse de él y para consolarle. Los cuales, alzando los ojos desde lejos, no lo conocieron, y lloraron a gritos; y cada uno de ellos rasgó su manto, y los tres esparcieron polvo sobre sus cabezas hacia el cielo. Así se sentaron con él en tierra por siete días y siete noches, y ninguno le hablaba palabra, porque veían que su dolor era muy grande.” Job 2:11-14.

Toda crítica constructiva sincera, interesada en el bienestar y restauración del otro, debiese llevar ligada necesariamente un importante grado de compromiso con aquello que se critica. Por ejemplo, hay muchas personas dispuestas a darte la fórmula de cómo criar a tus hijos, y de cómo debes llevar una vida en pareja, pero ellas no están dispuestas, ni a tener relaciones serias, ni mucho menos a tener hijos, con todos los desvelos y sacrificios asociados. Esto se acentúa aún más hoy en día, en la era de internet y las redes sociales, en la que un sinnúmero de plataformas están disponibles para que cualquier persona pueda dar su opinión acerca de lo que sea, en el momento que sea, sin la necesidad de tener la empatía, prudencia y mesura que demandan las relaciones persona a persona. Y en esto lamentablemente caemos la gran mayoría de nosotros. Hoy en día el mundo pentecostal se encuentra en una crisis tanto de liderazgo como de su modelo administrativo, y es el foco de atención, por diferentes motivos, de tanto el mundo cristiano como secular. Pero sólo la crítica que involucre compromiso podrá generar cambios sustanciales a largo plazo.

La presente crisis, posiblemente sin precedentes en la historia reciente del movimiento pentecostal en Chile, fue iniciada por la caída del ex-Obispo Eduardo Durán (producto de sus propios excesos y abusos), y ha alcanzado un revuelo pocas veces visto en la prensa nacional (propiciado por un contexto político muy particular). Este evento ha roto la inercia con la que generalmente se han movido las grandes denominaciones pentecostales en nuestro país, y ha despertado la indignación de gran parte de la comunidad pentecostal, siendo puesta en tela de juicio principalmente la administración de los dineros por parte de los pastores, así como también la autoridad de la que gozan los líderes de las principales denominaciones del país. No es mi deseo ahondar en lo que otros han criticado en mucho más detalle, sino apuntar al componente del compromiso. El cambio en las iglesias pentecostales no llegará de la noche a la mañana, y mucho menos a través de “funas” por Facebook utilizando la figura de Durán, una caricatura en si mismo del líder autoritario y corrompido por el poder, y aplicándola libre y livianamente sobre cada Obispo o Pastor importante que existe en Chile. Como bien dijo un hermano, dichas opiniones difícilmente serán tomadas en serio por quienes hoy podrían generar un cambio sustantivo.

El cambio a largo plazo que las iglesias pentecostales necesitan, debe ser llevado a cabo por aquellos que, junto con la crítica, asuman el compromiso de vivir desde dentro dicha transición, con toda la paciencia y amor cristiano que dicha labor requiere. Y no hablo de un largo plazo, buscando ser indulgente con quienes hoy miran el liderazgo pentecostal como una fuente de ganancia monetaria, o como una plataforma donde pueden ejercer la autoridad y relevancia que jamás alcanzarían en su vida laboral y profesional. Hablo de largo plazo entendiendo el cambio cultural y generacional que las iglesias pentecostales necesitan para dejar atrás los ripios que han acumulado en sus primeros 100 años de historia. Cómo bien me dijo un Pastor amigo, querer generar un cambio brusco y repentino en la cultura pentecostal, es pretender cambiar de un solo giro de timón el rumbo de un transatlántico.

El líder autoritario e incuestionable sólo puede germinar en una congregación dispuesta a abrir su boca sólo para ofrecerle lisonjas, en una congregación que tema más al hombre que al Dios de la biblia. Y este necesario cambio de idiosincrasia requiere de la tutela de quienes despierten a esta realidad y se comprometan a trabajar con los más jóvenes, para inculcar en ellos una vida en comunidad más bíblica, donde el sacerdocio universal del creyente reemplace la idea veterotestamentaria de los ungidos especiales. Trabajar por despertar en las nuevas generaciones una verdadera vocación pastoral, centrada en el servicio a Dios y a los hermanos, y no en la autocomplacencia. Es muy común escuchar en mi iglesia de la boca de los pastores, el ya típico: “yo no quería ser pastor”, vendiendo una falsa modestia que va muy acorde al modo en que muchos miran al pastorado: como una escalera ascendente hacia posiciones de más privilegio. Sin embargo, cuando el pastorado es entendido como servicio, no hay necesidad de excusarse a la hora de responder al llamado vocacional, ya que “si alguno anhela obispado, buena obra desea”, sólo debe responder al porte que dicho cargo requiere (1ª Timoteo 3), trabajar con las nuevas generaciones, y amar y aprender de quienes nos anteceden, así como también en paciencia soportar sus errores. El comprometerse con una congregación requiere muchas veces de amor, paciencia, prudencia, gallardía para denunciar la injusticia y enfrentarla, entereza ante el rechazo y la incomprensión, y varios otros componentes que tiene la vida en comunidad. Estas virtudes las he visto en muchos pastores y hermanos a quienes he tenido el privilegio de conocer, y que han sido pilares por décadas en las iglesias de las que han formado parte; virtudes de las que precisamente carecen muchos que, motivados por un mesianismo autocomplaciente, pretenden generar cambios a la distancia y desde afuera.

Quiero dejar en claro que entiendo perfectamente a quienes deciden emigrar a otras congregaciones cristianas, si sienten que la situación en su iglesia actual no da para más, y esta yendo en contra del bienestar de su familia. Pero si desde fuera pretenden arreglar los problemas de la congregación que dejaron, su critica pierde peso. Ellos están puestos ahora para hacer el bien y buscar el bienestar de su nueva congregación. Los cambios sustanciales en la congregación que dejaron no vendrán por mano de ellos. Muchos son los muy buenos elementos que emigran de las congregaciones pentecostales, para congregarse en otras comunidades cristianas. Y muchos mantienen una estrecha relación con las iglesias que dejaron, enriqueciendo a sus familias y amigos con la experiencia ganada fuera del mundo pentecostal. Pero si todo aquel que despierta a los errores de nuestra comunidad, si todo aquel que llora por la injusticia ante el Señor de la viña, termina dejando nuestras congregaciones, muy pocas esperanzas de un cambio sustancial puede tener nuestro mundo pentecostal. Esto no es un llamado al “martirio”, sino más bien un llamado para todo aquel que encuentra en el mundo pentecostal, el lugar en el cual su espiritualidad puede ser desarrollada a plenitud y sin complejos. Trabajemos por nuestras iglesias, secundemos a los lideres que con temor de Dios trabajan y honran el ministerio. Fortalezcamos las manos de los más cansados, seamos un aliciente para las nuevas generaciones, alleguémonos a aquellos con quienes compartimos un mismo corazón y sufren ante la injusticia, y volvamos a la oración. Promovamos el diálogo con nuestros líderes, y trabajemos con paciencia y perseverancia en esta transición.

*Editor de PP y Doctor en Química por la Universidad Johns Hopkins, EEUU.